“Creí que era el principio de una nueva etapa y casi es el final”, admite apesadumbrado Manuel Carrasco, empleado en servicios municipales en Sevilla de 59 años. Entró en el hospital a principios del verano para que le retiraran una sonda tras un tratamiento oncológico. En cuestión de horas, una sepsis, una reacción extrema a una infección generada en esa simple intervención, le llevó a la UCI. Un mes después dejó el hospital tras sufrir amputaciones de los dedos por los efectos del ataque, que no respondió inicialmente a los tratamientos convencionales. Evitar estas afecciones y las 700.000 muertes que la Organización Mundial de la Salud calcula que se producen cada año por bacterias resistentes a los antibióticos es una carrera contra el reloj para la que dos investigaciones publicadas en Cell han abierto nuevas vías que están en nuestro interior: los microbios con los que convivimos (39 billones) y los que vienen con los alimentos cotidianos. Todos cuentan con un arsenal desconocido que utilizan para residir, interactuar y defenderse. Y esas armas pueden ser muy útiles.
Dos investigaciones desvelan, gracias a técnicas computacionales, los secretos de los microorganismos que ingerimos y que conviven con nosotros en el sistema digestivo o en la piel
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